Podría dar la fórmula química de la lágrima. Pero sería una tontería. Todos sabemos que la lágrima no es nada más que una letra mayúscula y un número chiquito, un líquido que sirve para lavar el globo ocular, corno dijo una vez un crítico en un comentario literario.
La lágrima lava también otras cosas.
La lágrima abre su corola celeste sobre un signo de interrogación. A veces es una pregunta. A veces es una respuesta. Pero siempre es un mensaje, es una mano que se tiende, suplicante y abierta, en busca de otra mano que la estreche.
Y nace lejos de los ojos.
Nace en una región de adentro, esa que el miedo paraliza; esa que la emoción o la tristeza dejan un instante como suspendida en el aire, igual que cuando bajamos en un ascensor demasiado rápido; esa que evidencia que existe justamente en el momento en que la amargura la define con un cosquilleo, con una vuelta de tuerca, con un temblor.
¿Qué es una lágrima?
Una lágrima es, un poco, decir adiós a lo que los ojos vieron antes de la lágrima.
Porque las imágenes anteriores ya no serán las mismas.
Porque cada vez que las miremos, después de la lágrima, las imágenes estarán impregnadas de su humedad salada, de ese sombrío fuego que quemó nuestros párpados.
Nada es igual después de una lágrima.
Ni la alegría, ni el dolor, ni la luz, ni la fe, ni la amistad, ni el amor.
Pero creo que lo que más cambia una lágrima... es al ser que la llora.
A mí me fueron cambiando las lágrimas que derramé en mi vida: la que inauguró la soledad de mi infancia; la que suplantó el grito de rebeldía por las injusticias que se cometieron con mi adolescencia; la que brilló como la estrella de Belén para indicarme el camino que llevaba al sendero bello y cambiante del amor.
La que me borró el espejismo de que cada uno, en el mundo, tenía adjudicado su techo, su pedazo de pan, su cuota de alegría, su renovado asombro cotidiano.
La que me despertó frente al blanco envoltorio desde donde una niña recién nacida, en mitad de la noche, me hizo madre y mujer y rescató los pagos de mis comienzos, que se me habían perdido detrás de una maraña de rabias y de ausencias, de negaciones, de golpes, de inútiles.
Si, a mí me fueron cambiando ¡as lágrimas que derramé en mi vida.
La que corrió por tu rostro cayendo de mis ojos, resbaló por tu cuello, humedeció tu pecho y regó tu corazón haciéndolo más blando y comprensivo.
Esa lágrima que, no sé por qué magia, por qué milagro inesperado, disolvió las espinas que suelen ir creciendo en las personas que se aman, y las van arañando sin que lo adviertan, y van impidiendo que uno se acerque al otro por miedo a lastimarse y por miedo a lastimar, y uno no quiere decir que las ve, que las toca, que las siente, sino que cierra los puños y los ojos y las niega, las niega, las niega. Tres veces, como Pedro, antes que cante el gallo de la lágrima y despierte la verdad y, por fin, despierte la verdad. .. sin fórmulas químicas, sin ecuaciones, sin tontos prejuicios... Todo por una lágrima, una simple lágrima. Esa que atora al mundo, y el mundo... se empeña en no llorar.
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