Defender la alegría como trinchera.
Defenderla del escándalo y la rutina.
De la miseria y los miserables.
De las ausencias transitorias y las definitivas.
Defender la alegría como un principio, defenderla del pasmo y las pesadillas, de los neutrales y de los neutrones.
De las dulces infamias y los graves diagnósticos.
Defender la alegría como una bandera, defenderla del rayo y la melancolía, de los ingenuos y de los canallas, de la retórica y los paros cardíacos, de las endémicas y las academias.
Defender la alegría como un destino, defenderla del fuego y de los bomberos, de los suicidas y los homicidas, de las vacaciones y del agobio, de la obligación de estar alegres.
Defender la alegría como una certeza, defenderla del óxido y la roña, de la famosa pátina del tiempo, del relente y del oportunismo, de los proxenetas de la risa.
Defender la alegría como un derecho, defenderla de Dios y del invierno, de las mayúsculas y de la muerte, de los apellidos y las lástimas del azar.
Y también de la alegría.
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