Cuentan que uno iba por la calle. Había ruido, todo el mundo caminaba hablando. De repente, alguien se detuvo y miró y con los ojos buscaba algo en el suelo “aquí está”, dijo. Era un simple chelín que alguien había perdido.
El compañero le preguntó: ¿cómo era posible que sintiese el ruido del chelín en la calle, en medio de aquel ruido? El, muy sereno respondió: cada uno escucha lo que lleva en su corazón.
Una gran verdad, cada uno escucha más con el corazón que con las orejas y oidos. Cada uno escucha ruidos diferentes a los otros.
Quien vive con el corazón metido en el mundo del dinero, escucha hasta el ruido de un chelín caido en la calle.
Quien vive con el corazón lleno de mundo, solo escucha las voces del mundo.
Quien vive con el corazón lleno de Dios, sólo escucha las voces de Dios.
Es decir escuchamos lo que llevamos en el corazón. Escuchamos aquellos que amamos con el corazón.
Escuchamos al hombre, cuando amamos a los hombres. Escuchamos a Dios, cuando amamos a Dios. Escuchamos lo que amamos. Muchos se quejan de no escuchar a Dios. Y no lo escuchan porque Dios pasa desapercibido en su corazón.
No escuchan a Dios, porque Dios es algo intrascendente en su corazón.
No es Dios que se haya callado. Dios sigue siendo palabra y sigue llamando. El silencio de Dios está más en el corazón que en Dios.
Es posible que un chelín rodando por la calle, saque más ruido que Dios hablándote. Por eso mismo, cada uno escuchamos cosas distintas.
Y por eso, mientras unos escuchamos a Dios, otros sólo sienten su silencio.
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