Hace muchos siglos, Buda era un honesto mercader que vendía mercancías de lujo en el reino de Seriva. A veces viajaba con otro mercader del mismo reino, un tipo ambicioso, quien manejaba las mismas mercancías. Un día, ambos cruzaron el río Telaba para negociar en la turbulenta ciudad de Andhapura. Como de costumbre, para evitar competir entre ellos, se dividieron la ciudad y empezaron a vender de puerta a puerta.
En esa ciudad había una mansión arruinada. Años antes había sido una rica familia de comerciantes, pero para cuando esta historia ocurre su fortuna se había reducido a nada, y todos los hombres de la familia habían muerto. Los únicos sobrevivientes eran una niña y su abuela, quienes se ganaban la vida con trabajos puntuales.
Esa tarde, cuando el mercader ambicioso hacía su ronda, pasó por la puerta de esta casa, gritando “¡Venta de variedades! ¡Venta de variedades!”. Cuando la joven niña escuchó su grito, suplicó “Por favor cómprame una baratija, abuela.” “Somos muy pobres, querida. No hay un centavo en la casa y no se me ocurre nada que podamos ofrecer a cambio.”
La niña repentinamente recordó un viejo tazón. “¡Mira!” gritó. “Aquí hay un viejo tazón. No nos sirve. Tratemos de cambiarlo por algo lindo.” Lo que la pequeña niña mostraba a su abuela era un viejo tazón que había sido usada por el gran comerciante, el último cabeza de familia. Él siempre comía sus curris servidos en este hermoso y costoso tazón. Cuando murió, el tazón quedó entre potes y cacerolas, y fue olvidado. Puesto que no se lo había usado en mucho tiempo, estaba totalmente cubierto de polvo. Las dos mujeres ignoraban que fuera de oro.
La anciana le pidió al mercader que entrara y tomara asiento. Le mostró el tazón y dijo “Señor, mi nieta quisiera una baratija. ¿Podría ser tan amable de tomar este tazón y darle algo u otro a cambio?” El mercader tomó el tazón en su mano y lo volteó. Suponiendo su valor, la rasguñó por detrás con una aguja. Con solo una disimulada mirada, estuvo seguro de que el tazón era de oro.
Se sentó frunciendo y pensando hasta que su ambición sacó lo mejor de él. Finalmente decidió tratar de hacerse del tazón sin dar nada a cambio. Simulando furia, gruñó “¿Por qué me traen este estúpido tazón? ¡No vale ni medio centavo!” Lanzó el tazón al suelo, se levantó, y abandonó la casa en aparente disgusto.
Puesto que los mercaderes habían acordado que el uno podría intentar en las calles que el otro ya hubiera cubierto, el mercader honesto pasó más tarde por la misma calle y apareció a la puerta de la casa, gritando “¡Venta de variedades!". Una vez más, la joven niña hizo la misma petición a su abuela, y la anciana replicó “Querida, el primer mercader lanzó el tazón al suelo y salió hecho una tormenta. ¿Qué más podríamos ofrecer?” “Ah, pero el primer mercader era desagradable, abuela. Este parece y suena muy amable. Yo creo que lo tomará.” “Está bien, pues. Llámalo.”
Cuando el mercader entró, las dos mujeres le dieron un asiento y pusieron tímidamente el tazón en sus manos. Reconociendo inmediatamente que el tazón era de oro, dijo, “Madre, esta tazón vale unas 100,000 piezas de plata. Lo siento pero no tengo tanto dinero.” Asombrada con sus palabras, la anciana dijo, “Señor, otro mercader que vino hace poco dijo que no valía ni medio centavo. Se enfureció, lo lanzó por el suelo, y se fue. Si no valía entonces, debe ser por su propia bondad que el tazón se ha convertido en oro. Por favor tómelo, y tan solo dénos algo u otro. Estaremos más que satisfechas.”
En ese momento el mercader tenía solo unas 500 piezas de plata, y bienes que valían otras 500. Entregó todo a las mujeres, pidiéndoles él retenerse sus bienes personales, su bolso, y 8 monedas para pagar su tarifa de regreso. Por supuesto, ellas aceptaron con gusto. Tras abundantes agradecimientos de ambas partes, el mercader se apresuró al río con el tazón de oro. Entregó las ocho monedas al hombre del bote y se embarcó.
No mucho después de que se había ido, el mercader ambicioso regresó a la casa, dando la impresión de haber reconsiderado la oferta renuentemente. Les pidió que sacaran el tazón, diciendo que les daría algo u otro a cambio, después de todo. La anciana se le abalanzó. "¡Sinvergüenza!" gritó. "Nos dijo que nuestro tazón de oro no valía ni medio centavo. Suerte la nuestra, un mercader honesto vino cuando usted se había ido y nos dijo que en realidad valía 100,000 piezas de plata. Nos dio 1,000 por él y se lo llevó, así que ¡demasiado tarde para usted!”
Cuando el mercader escuchó esto, un dolor intenso lo recubrió entero. “¡Me ha robado! ¡Me ha robado!”, gritó. “¡Se llevó mi tazón de oro que vale 100,000!” Se puso histérico y perdió todo control. Tiró su dinero y mercancías, rasgó su camisa, tomó sus pertenencias con una correa, y corrió a la rivera para alcanzar al otro mercader. Para cuando llegó al río, el bote ya estaba en medio de la corriente. Gritó para que el bote regresara a la orilla, pero el mercader honesto – quien ya había pagado – calmadamente le dijo al hombre del bote que continuara.
El frustrado mercader solo pudo quedarse ahí parado, en el borde del río, y mirar a su rival escapar con el tazón. La escena lo enfureció tanto que un odio feroz se hinchaba en su interior. Su corazón se calentó, borbotones de sangre salían de su boca. Finalmente, su corazón se rompió como el fango en el fondo de una charca secada al sol. Su odio irracional contra el mercader con el tazón de oro era tan intenso, que falleció ahí mismo.
El mercader honesto regresó a Seriva, donde vivió una vida entera dedicada a la caridad y otras buenas obras.
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