Cuentan que una vez hubo un hombre, que roído por la envidia ante los éxitos de un amigo, le calumnio grandemente. Tiempo después se arrepintió de la ruina que había ocasionado a su amigo con las calumnias, y fue a confesarse.
Ya una vez en el confesionario y después de haber confesado su pecado, -pecado grave contra el séptimo mandamiento, como le dijo el confesor, pues Usted le ha robado a su amigo el valor mas grande que una persona tiene ante la sociedad, como son su dignidad, su reputación, su derecho a la buena fama y contra el octavo mandamiento, pues lo que Usted dijo de él son solo calumnias-, le pregunto al sacerdote: “¿Cómo puedo reparar todo el mal que he hecho a mi amigo? ¿Qué puedo hacer?”. A lo que el sacerdote le respondió: “Tome un saco lleno de plumas y suéltelas por donde quiera que vaya. Y una vez que lo haya hecho, vuelva. Y que Dios le acompañe”.
El hombre, muy contento ante aquel mandato tan fácil, salió rápido fuera de la Ciudad en busca de una granja, y una vez que hubo conseguido el saco lleno de plumas, regresó a ella, y sin esperar ni un minuto más, empezó a pasearse por las calles lanzando al aire, en todas la direcciones, las plumas que llevaba en el saco. Y una vez que lo hubo vaciado del todo, volvió a la iglesia en busca del sacerdote con el que se había confesado y lleno de satisfacción le dijo: “Padre: ya he hecho lo que me mandó esta mañana”.
Pero el sacerdote le dijo: “No hijo, esa es la parte más fácil.
Ahora debe volver a las mismas calles en que las soltó, e ir recogiéndolas una por una, hasta que vuelva a tener el saco lleno, y vuelva a verme”. Y que Dios le acompañe.
El hombre se sintió muy triste, pues sabía lo que eso significaba. Y por más empeño que puso no pudo juntar casi ninguna.
El daño era irreparable y solo queda el perdón del difamado.
Que entiendan los que tiene que entender.
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