Un labrador tenía tres hijos. Los dos mayores se consideraban inteligentes y se dedicaban a la caza y al cuidado de caballos. El menor, en cambio, a quien le decían el Tonto, cuidaba los campos de su padre.
Un día circuló por la zona un pregón real anunciando que la princesa otorgaría su mano a quien supiese contestar con soltura unas preguntas que ella hiciera. Habiendo escuchado el anuncio, de inmediato, los dos hermanos mayores, tomaron la decisión de probar suerte. Pidieron permiso a su padre para dirigirse al palacio real. El padre, confiando en sus hijos y viendo la posibilidad de que uno de sus hijos pudiera casarse con la hija del rey, les obsequió los más apuestos y hermosos caballos para que dignamente se presenten ante el rey.
Cuando estaban a punto de marcharse se presentó también el hermano menor, llamado el Tonto. Les preguntó:
— ¿A dónde van?
Ellos contestaron:
— ¿No te has enterado del pregón de la princesa? Vamos a casarnos con ella cualquiera de los dos.
Él dijo:
—Yo también iré.
Ellos replicaron entre risotadas burlescas:
— ¿Tú…? Pero si no sabes otra cosa que arar la tierra. ¿Qué tienes que pueda agradar a la hija de un rey?
El hermano menor, sabiendo que las cosas andaban así y haciendo caso omiso de las burlas de sus hermanos, se dirigió donde su padre y le pidió un caballo como el de sus hermanos.
Su padre, comulgando con la idea de sus hijos mayores, refutó negándole el caballo:
— Es inútil que pierdas tu tiempo en ver a la princesa. Tú no eres tan inteligente como tus hermanos.
El hijo menor se enfadó al escuchar las palabras de su padre. Así tomó la iniciativa de montarse en una cabra para dirigirse prontamente al palacio. La cosa fue tan rápido que les alcanzó a sus hermanos. Les dijo, enseñándoles un pollo muerto:
— ¡Eh, hermanos! ¡Mirad lo que he encontrado! Pienso obsequiárselo a la princesa.
Sus hermanos mayores contestaron de forma burlona:
— Se alegrará mucho.
El otro siguió:
— También pienso obsequiárselo esta cacerola que he encontrado en el camino.
Los hermanos, sin darle importancia, no se dignaron contestarle. Pero mientras a ellos les parecía consumir la indiferencia, el hermano menor, mostrándoles un puñado de arena, exclamó:
— ¡Mirad mi tercer regalo...!
Y, guardándolo en el bolsillo la arena, llegaron al palacio. En la casa real se encontraron con la larga fila de pretendientes esperando el turno para ser interrogados por la princesa. Los dos hermanos mayores se incorporaron a la fila secundando el lugar del hermano menor, llamado el Tonto. En ese momento, uno de los siervos de la casa real, acercándoseles, les invitó a adelantarse hacia donde estaba el trono real. Allí estaba sentada la bellísima princesa. Un gran espejo cubría el techo aquel y que permitía verse, al pretendiente, de pies a cabeza; unas grandes estufas daban al salón un calor sofocante; y varios hombres de palacio, sentados en sendos sillones, tomaban apuntes de las preguntas y respuestas. Todos esos detalles singulares hacían que los pretendientes se turbasen de tal forma, que nadie pasaba la primera pregunta.
Entonces el turno fue del hermano mayor quien, mirando a todas partes, susurró:
— ¡Qué calor tan terrible que se siente aquí!
La hija del rey contestó:
— Es que estamos asando pollos.
El joven no esperaba tal respuesta, y quedóse callado.
Dijo la princesa:
— No sirve. ¡Que pase otro!
Al segundo hermano le ocurrió una suerte parecida y, a pesar de toda su ciencia, no supo decir nada acerca de los pollos. Fue despedido como todos. Pero la suerte del hermano menor, llamado el Tonto, no fue así. Éste entró en la sala montado en su cabra y como en el recinto hacía mucho calor, al igual que sus hermanos, dijo:
— ¡Qué buen calor hace aquí!
La princesa intervino, señalando a su pollo que traía el muchacho:
— Es que mi padre está asando pollos.
El joven dijo:
— Por cierto, su alteza, ¿me permitís asar también este pollo?
Ella contestó interesándose por él:
— No hay inconveniente.
Luego preguntó:
— ¿Pero tienes alguna cazuela?
Él dijo, enseñándole la cacerola:
— ¡Miradla, su alteza! ¡Aquí la tengo!
La princesa apuntó:
— Seguro que has olvidado la sal.
El hombre repuso, sacando la arena que había llevado en su bolsillo:
— ¡Descuida, su majestad! Aquí tengo un puñado de la más fina.
La princesa exclamó:
— ¡Muy bien! Tienes respuesta para todo. ¡Mereces gobernar un reino y ser mi esposo!
Y así fue cómo el hijo, llamado el Tonto, llegó a ser rey de aquel país, mientras sus pretenciosos hermanos tuvieron que labrar la tierra.
Labrar la tierra no es un oficio decadente, es una tarea hermosa. Pero creerse inteligente es el oficio de los necios. Un labrador posee más inteligencia para resolver los desafíos del día a día que un vil acomodado.
¡Aprende a buscar la senda de tu propia libertad!
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